Hace ya decenios dejamos atrás el tiempo en que los católicos podíamos confiar que nuestros hijos mantendrían la misma convicción que heredamos de nuestros abuelos. La fe, que en los decenios pasados se transmitía por costumbre de padres a hijos, se encontraba protegida por el ambiente de cristiandad que reinaba. El prestigio de la Iglesia y las costumbres hacían que ésta no fuera mayormente cuestionada.
Hoy todo es diferente. Nuestros hijos crecen en un mundo pluralista, donde ser católico y pertenecer a la Iglesia no juega un papel relevante. Se convive con agnósticos y creyentes de los más variados credos, con ateos y con católicos que dicen creer en Dios pero no en la Iglesia, o que sustentan sin mayor problema posiciones diversas a las que propone el magisterio. Vivimos en un mundo fuertemente marcado por el pluralismo, por el relativismo moral y la tolerancia, entendida como una posición donde no hay cabida para un orden objetivo o para verdades de carácter absoluto, menos todavía a una verdad revelada.
La realidad actual de la Iglesia se ha visto empañada por diversos escándalos que han debilitado su prestigio y autoridad. Adicionalmente, las estadísticas nos muestran una gran cantidad de divorcios y de hijos nacidos fuera del matrimonio.
Todo esto nos obliga a repensar seriamente nuestro modo de transmitir la fe. La cristiandad desapareció del horizonte cultural. El cristianismo por tradición hoy tiene muy poca vigencia. El estilo de vida, las costumbres y la mentalidad reinante son cualquier cosa menos un caldo de cultivo de la fe. En medio de esta realidad cultural, la Iglesia no sólo ha perdido miembros numéricamente sino, lo que es más grave, ha disminuido la solidez y el dinamismo de la fe en sus fieles, de modo que éstos no son capaces de enfrentar un ambiente fuertemente secularizado y materialista y de impregnar la cultura con los valores evangélicos.
Se ha buscado nuevos métodos de evangelización. Se ha dinamizado la catequesis. Pero pareciera que los esfuerzos realizados no son suficientes, que la corriente contraria es más vigorosa y atrayente para una juventud preocupada de superarse profesionalmente, de gozar la vida, de "ser libre", sin tener que dar cuenta a nadie ni sentirse obligado por prácticas religiosas o determinadas normas morales.
La Iglesia se encuentra así ante un escenario difícil. Ha hecho grandes esfuerzos por revitalizar la fe, motivando un compromiso más consecuente con Cristo Jesús. En el Documento de Aparecida, los obispos de América Latina y el Caribe han hecho un vigoroso llamado a ser de verdad discípulos misioneros de Cristo. Han convocado a realizar una "misión continental", precisamente para encender nuestra fe y hacernos decididos pregoneros de la Buena Nueva.
El éxito de esta empresa depende del don de Dios: la fe siempre es un regalo. Pero también de nosotros: de cuán profundamente estemos injertados en Cristo. Depende del modo en que entreguemos y transmitamos la fe. Es decir, de la pedagogía de la fe que apliquemos. Si antes se enseñaba el catecismo a través de preguntas y respuestas, hoy hacer lo mismo sería impensable. Por ello, a partir del siglo XX y, específicamente, del Concilio Vaticano II, se busca otros métodos de evangelización, considerando la psicología del hombre actual y, especialmente, de la juventud a la cual queremos transmitir la fe.